Es un extraño viaje en la reproducción de un instrumento musical, partiendo de una escultura en piedra. Cada peldaño que subes por la escalera que te acerca a la talla, es retroceder decenas de años en el tiempo, y cuando llegas y estás frente a frente, mirando de cerca a los ojos del ángel que tañe la zanfona en una actitud reconocida, casi familiar, en ese momento solo tienes que dejarte guiar, escuchar todo lo que la piedra desde su silencio te cuenta.

A esa altura, preocupado por el vértigo y la fragilidad de la escalera, máquina del tiempo que nos abrió las puertas cerradas de otros siglos, todo es intemporal, pero agazapado en la piedra, descubres al artesano que le dio forma y mientras trato de guardar el equilibrio, casi pienso más en él, que en el trabajo que nos legó.

De la piedra rescatamos cada detalle del instrumento, los que vemos y los que presumimos que se pudieron omitir, para después, ya en el taller, con toda esa preciosa información recibida de la piedra muda y como guiado por manos ajenas, das forma a aquello que permaneció en silencio mientras el mundo cambiaba a sus pies.

La zanfona es un instrumento enigmático. Desde su invención allá por el año 1000, se ha ido adaptando a cada tiempo, a las músicas que le tocó bailar. Amada y odiada al mismo tiempo. Vestida con un simple mecanismo, una rueda que frota las cuerdas como un arco infinito y las teclas pulsando con la suavidad de los dedos la cuerda herida. A veces en palacios, en plazas, en tabernas, acompañando al ciego mendicante en su deambular, así llegó hasta nosotros, como un anciano ya cansado de andar el camino interminable de la historia.